domingo, 12 de diciembre de 2010

Cristo fiel a su Alianza con nosotros


Enrique Galván-Duque Tamborrel
agosto / 2005

 

En el mundo se hacen alianzas. Con cierta frecuencia, interesadas. O pactadas entre poderosos para potenciar su poderío. O pronto rotas si ya no se les ve utilidad.

Dicen que un día a un bebé se le ocurrió hacer una alianza con sus padres. Quiso darle solemnidad al asunto y plasmó por escrito cuatro cláusulas que detallaban la parte que le correspondía:

 

1. Me comprometo a, cuando esté de buenas, sonreír si alguno de ustedes dos se acerca a mi cuna.

2. Garantizo que pediré todo tipo de objetos que llamen mi atención, para jugar con ellos en los pocos ratos libres que deja mi ocupada vida.

3. Aseguro que no me olvidaré de pedir mi alimento a sus debidas horas y también, por qué no, a deshoras. Y si pedir no basta, entonces exigiré.

4. Me comprometo a, diariamente, como el mejor de los relojes, incluso en los días festivos, llorar a voz en grito, a las tres en punto de la madrugada. Haya o no haya razón.

El buen bebé, a cambio, pedía el amor de sus padres, que, de hecho, ya lo tenía.

Un profesor de matemáticas nos solía decir que a nuestra edad no podíamos, de hecho, querer a nuestros papás. Y explicaba que cuando uno lo recibe todo de ellos, es difícil demostrar que los quiere. Que con el correr de los años llegaría la hora de probarlo. Teníamos entonces 14 ó 15 años. Y en lo que quedaba de clase aprendíamos matemáticas.

Es cierto que un bebé poco puede dar a sus padres. Pero, ¡cuánto bien puede hacer a su papá o a su mamá el cariño de su hijo! ¡Cómo los transforma! Una sola sonrisa de uno de estos bebés es suficiente para lograr que aquellos heroicos papás sigan aguantando con paciencia sobrehumana los lloriqueos y berridos de las tres de la mañana...

Es cierto también que un adolescente de 14 años aporta poco al presupuesto familiar. Por el contrario, provoca que se disparen al triple o al cuádruple los gastos en alimento, ropa y música.  Pero, un solo plato mal enjabonado y peor enjuagado por aquel mozalbete, es capaz de reconquistar el corazón de su mamá. Un solo ocho de calificación en el colegio que rompa la monotonía de los innumerables panzazos, puede lograr que el papá recobre la esperanza.  La mamá quizá tendrá que relavar desde cero aquel plato, y el papá volverá pronto a acostumbrarse a los panzazos, pero esos gestos del hijo, ¡cuánto bien pueden hacer!

Estos ejemplos pueden ayudarnos a comprender la Alianza que Cristo nos ofrece. Sí, es cierto que Dios en cuanto Dios no nos necesita para ser más Dios. Pero él sí ha querido libremente necesitarnos, y por eso sonríe y llora con nosotros. Por eso nuestro amor o desamor afecta profundamente su corazón santísimo. Ahí esta nuestra pequeña parte en esta maravillosa Alianza.

Es una Alianza que Cristo sella con su sangre. Y la derrama por nosotros. Él lo hace todo. Sólo nos queda decir que sí, y amarle e imitarle con todas nuestras pequeñas fuerzas. Pequeñas. Pero todas. No nos pide más.

Cuenta el Dr. Germán Campero que en una ocasión acudió a su consultorio un señor mayor con una herida en la mano. El paciente acudía con prisas. Ante la pregunta del médico sobre los motivos de la prisa, el paciente respondió que tenía que ir a una residencia de ancianos para desayunar con su mujer que vivía allí. La mujer padecía desde hacía más de cuatro años un Alzheimer avanzado.  El médico a su vez le preguntó si su mujer se alarmaría en caso de que él llegara tarde. El anciano esposo respondió: "No, ella ya no sabe quién soy. Hace ya casi cinco años que no me reconoce".  El médico extrañado añadió: "Y si ya no sabe quién es usted, ¿por qué esa necesidad de estar con ella todas las mañanas?"  El hombre sonrió y dando al médico una palmadita en la mano le dijo: "Ella no sabe quién soy yo, pero yo todavía sé muy bien quién es ella".

Así de fiel, y más, es Cristo a la Alianza que hizo con nosotros.

En la terrible escena de la flagelación, en la película de La Pasión, hay una escena en la que María, abrumada de dolor, se retira unos momentos de aquella brutalidad, y se pregunta:

"¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde… decidirás liberarte de todo esto, Hijo mío?".

Parece un intento de María de sondear la profundidad del amor de un Dios encarnado que ama sin límites.

Que no mide nada.

Que no calcula nada.

Que pierde toda proporción.

Que es inexplicable.

Que es un loco misterio de amor.

Que al nacer encontró los límites de una donación infinita.

Que lo que había dicho de que hacía una Nueva Alianza era en serio.

Que lo que había dicho de que sellaría esa Alianza con su sangre era en serio.

Que lo que había dicho de que derramaría esa sangre por nosotros, era en serio.

Ese derramamiento de sangre fue tan en serio y tan profuso, que ha salpicado toda la Historia. Y por eso podemos tener esa Sangre y ese Cuerpo atrapados en cualquier sagrario de cualquier rincón de la Cristiandad, para adorarlo, consolarlo, y ofrecerle a cambio el cumplimiento de nuestras cuatro clausulillas.  A Cristo, eso le basta.



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