jueves, 9 de diciembre de 2010

Dos visiones de México: Poinsett y Ward

 

Enrique Galván-Duque Tamborrel

 

 

El 28 de septiembre de 1821 no fue un día como cualquier otro. Lejos estuvo de serlo. Los acontecimientos se habían desencadenado con una rapidez inusitada; al iniciar 1821 la consumación de la independencia se presentaba apenas como una posibilidad cuando ya era un hecho. La vorágine de la historia cubrió completamente a la Nueva España para dar paso al Imperio Mexicano.

La madrugada del 28 de septiembre presentaba un movimiento inusual de gente transitando por las calles y plazas de la noble ciudad de México. Los trasnochadores continuaban el festejo; apenas unas horas antes, el ejército Trigarante al mando de Agustín de Iturbide había desfilado triunfalmente. Firmada el 24 de agosto, la independencia culminaba de hecho, con la ocupación de la antigua capital de la Nueva España. De acuerdo con los tratados de Córdoba, México se constituiría en un imperio cuya forma de gobierno sería la monarquía constitucional moderada.

Ese día, la nación despertaba a su nueva realidad. País independiente, dos tareas inmediatas requerían de especial atención: organizar políticamente --con todo lo que ello implicaba-- los más de cuatro millones de kilómetros que comprendía el territorio mexicano y obtener a la mayor brevedad el reconocimiento de las naciones del mundo. Estados Unidos e Inglaterra serían los primeros en enviar a sus respectivos representantes para tener una idea clara de la situación de México en los primeros años de su vida independiente. Sus minuciosas observaciones dejarían para la posteridad, dos percepciones distintas sobre un mismo país. Por su extensión y enormes recursos naturales, el nuevo Estado sería la manzana de la discordia y ambos representantes intentarían a toda costa, hacer prevalecer la influencia de sus respectivos países.

 

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Joel R. Poinsett, primer embajador norteamericano en México, desembarcó en Veracruz el 18 de octubre de 1822, en ese entonces, tan sólo como un observador enviado por el gobierno estadounidense. "Primera autoridad en asuntos de la América Española", por sus distintas misiones en el sur del continente, era el hombre indicado para tratar con los criollos mexicanos. Poinsett era un idólatra del federalismo norteamericano y eso lo haría chocar con la forma de gobierno adoptada por México y ver con recelo al emperador Iturbide.

Poinsett tenía una opinión a priori sobre México. A su juicio el pasado colonial español pesaba demasiado en la organización mexicana y vicios, a su parecer, típicamente ibéricos como la holgazanería, superstición, suciedad, religiosidad, corrupción y burocracia, eran los elementos que mejor habían sido asimilados por la sociedad mexicana después de tres siglos de dominación. Su juicio partía de comparar dos concepciones distintas de la vida como lo eran el puritanismo pragmático anglosajón con el catolicismo contemplativo hispano. Para él y los norteamericanos el éxito y el trabajo era el medio idóneo para alcanzar a Dios y no precisamente el arrepentimiento y la oración.

Un año después, en noviembre de 1823, cuando el imperio de Iturbide era tan solo un recuerdo y se proyectaba la creación de la primera república federal, arribó a las costas de Veracruz una comisión enviada por el gobierno de Su Majestad Británica, en ella venía Henry George Ward quien años más tarde sería el Encargado de Negocios de la Gran Bretaña en México y actuaría como contrapeso frente al intervencionismo político de Poinsett.

Ambos extranjeros dejaron huella de su paso por México, pero en sus relatos las descripciones, las anécdotas y sus andanzas por el país y particularmente por la capital, reflejaron la lucha política entre ellos por influir en el gobierno mexicano en el periodo de la primera república Federal.

 

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Al romper sus ataduras con España, México se erigió como un campo fértil para el libre comercio que había sido monopolizado por los españoles desde el siglo XVI. De ahí el gran interés de Inglaterra y Estados Unidos por obtener rápidamente algún tratado comercial. Para Poinsett y Ward el traslado a la otrora capital de la Nueva España, con un año de diferencia, debió significar en cierto modo, un viaje hacia lo desconocido. Ambos tenían la posibilidad de comprobar todo lo que se decía de México, "el cuerno de la abundancia", "el país de la desigualdad". La ruta Veracruz-México presentaba un sinnúmero de paisajes, climas, vegetaciones y poblaciones que no permitían crear una idea uniforme del país. El nuevo gobierno criollo, no sería el mismo que recibiría a Poinsett y a Ward; el primero sería un testigo del imperio de Iturbide; el segundo desembarcaba en Veracruz cuando se proyectaba la primera república federal.

Para el norteamericano, la marcha hacia la capital del nuevo imperio fue una agonía: "todos estuvieron de acuerdo en que los caminos son muy inseguros, de modo que vamos a viajar con la dignidad que confiere el peligro. Confesaré que le tengo mucho más miedo al clima: no solamente son peligrosos y poco elegantes el vómito negro y las fiebre biliosas, sino que prefiero caer en manos de bandidos que dar en las de un médico mexicano".

Ward en cambio se fascinó con la belleza del paisaje mexicano: "No pueden encontrarse palabras para dar una idea apropiada del país que rodea a Jalapa. Está en el centro mismo de uno de los más magníficos escenarios montañosos de que se pueda ufanar el mundo". Sus notas describían un México con problemas como cualquier país pero admiraba la hermosura de su naturaleza.

Si el trayecto de Veracruz impresionaba por sus paisajes y poblaciones, los alrededores y garitas de la ciudad de México dejaban mucho que desear. Poinsett y Ward, como muchos otros extranjeros, se decepcionaron de la capital por lo que encontraron en los accesos a ella, incluso llegaron a pensar que la majestuosa ciudad de los Palacios, así descrita por Humboldt a principios del siglo XIX, era tan solo un mito.

Al entrar por la calzada de Guadalupe, Ward observó los suburbios "sombríos, desolados" y "enteramente en ruinas": "Tal escena no correspondía con la imagen de México descrita por Humboldt, y nos ocasionó por lo mismo una desilusión considerable". Poinsett no difería: "Nuestras primeras impresiones al entrar a la ciudad no fueron nada favorables. Los suburbios son muy asquerosos y las casa bajas, construidas de lodo y adobe".

Pero una vez en la ciudad, los extranjeros no tenían más remedio que postrarse ante su belleza. Ward anotó: "Una vista de la espléndida calle de San Francisco (hoy Madero), que desemboca en la Alameda... nos convenció de los inconvenientes de formarnos una opinión ligera. El segundo día [la ciudad], hizo unos conversos de todos nosotros: tuvimos ocasión de visitar la mayoría de las partes centrales de la ciudad, y después de ver la gran plaza, la catedral, el palacio y las nobles calles que a ellos conducen, nos vimos obligados a confesar no solamente que las alabanzas de Humboldt se apegaban a la verdad, sino que entre las diversas capitales de Europa pocas podrían soportar ventajosamente una comparación con México". Era un reconocimiento abierto a la belleza de la obra material producto de tres siglos de dominación española.

Aunque en algunos pasajes de sus Notas sobre México se advierte una velada admiración por las construcciones y el trazo de la ciudad capital, Poinsett --a diferencia de Ward--, nunca reconoció abiertamente una superioridad con respecto a Estados Unidos. La mayor parte de sus reflexiones tenían como punto de referencia a su admirado país y de cualquier comparación y en todos los ámbitos, desde lo político hasta lo artístico, su juicio terminaba siendo favorable al gobierno y pueblo norteamericanos. Generalmente había un "pero", seguido de una cualidad que dejaba a Estados Unidos en una situación de superioridad:

"Las casas de México son casi todas cuadradas con patios abiertos y los corredores interiores ostentan plantas siempre verdes. No están tan bien amuebladas como nuestras casas de los Estados Unidos, pero los aposentos son más altos y espaciosos y también mejor distribuidos. Muchas de nuestras grandes ciudades son más pulcras que la de México, pero ésta tiene una apariencia de solidez en sus casas y un aire de grandeza por el aspecto de este lugar, que faltan en las ciudades de los Estados Unidos; sin embargo, entre nosotros el forastero no ve ese sorprendente y asqueroso contraste entre el esplendor de los ricos y la escuálida penuria de los pobres que constantemente hiere sus ojos en México."

Con un juicio más crítico, Ward comparaba la ciudad de los Palacios con las más importantes ciudades europeas, Poinsett también encontraba algo semejante y digno de mención, pero de una forma un tanto despiadada y con cierto desdén por México y por Europa: "por lo que refiero de los léperos de México, acaso quiera usted compararlos con los lazzaroni de Nápoles. La comparación será favorable a estos últimos, pues están más dispuestos a trabajar, roban menos y no son borrachos".

En el caso de los léperos, Ward y Poinsett compartieron opiniones. Ward los describía así: "la parte más desagradable de México, a fines de 1823, era su población de léperos que convertían los suburbios en una escena continua de miseria y suciedad. Veinte mil de tales léperos infestaban las calles en ese tiempo, exhibiendo una imagen de infortunio que no pueden reflejar las palabras. La extraordinaria fealdad natural de los indígenas, particularmente de los entrados en años, resaltaba aún más por la repugnante combinación de suciedad y harapos.

Poinsett agregó algunas otras características, que sólo reflejaban la situación económica que padecía el nuevo país, con su hacienda pública en bancarrota, sin recursos materiales y que experimentaba los primeros años de orfandad política, tras haber cortado sus lazos con la metrópoli española: "Después de pasar la noche a veces al abrigo y a veces a la intemperie, [los léperos] salen en la mañana como zánganos para mendigar, robar y en último caso trabajar. Si tienen la suerte de ganarse algo más de lo necesario para su subsistencia, se van a la pulquería y allí bailan, parrandean y se embriagan con pulque y vino mezcal. Alrededor de las pulquerías y en ellas se pueden ver por la noche hombres y mujeres tirados en el suelo, durmiendo la mona. Estos son los léperos. Casi todos ellos son indios y mestizos muy vivos y corteses, que piden limosna con gran humildad y musitan oraciones y bendiciones con rapidez asombrosa".

Conforme pasaron los días, la opinión de Poinsett sobre la ciudad de México se fue transformando favorablemente, sin llegar a ser nunca, de gran admiración. Al conocer la catedral, escribiría: "en lo general esta iglesia haría buena figura en cualquier ciudad de Europa" y tal vez más que la obra religiosa, lo que llamó su atención fueron los vestigios del imperio azteca, expuestos fuera de la catedral.

Uno de ellos, de gran tamaño y forma circular, descansaba sobre uno de sus muros exteriores. Poinsett la recordaría así: "...está cubierta de caracteres tallados en relieve que representan los signos del calendario mexicano. En el centro hay una horrorosa cabeza en medio de dos círculos jeroglíficos, y afuera de éstos hay tres círculos más, ricamente adornados en relieve". Ward fue mas parco en su descripción: "es una piedra circular cubierta de jeroglíficos, con los cuales acostumbraban los aztecas representar los meses del año y que se supone formaba un calendario perpetuo". Había sido descubierta en 1790 en la misma plaza mayor, donde se erigían la catedral, el viejo palacio virreinal y los portales: era la piedra del sol, el llamado calendario azteca.

De los edificios y monumentos de la ciudad de México, el que más impresionó a Poinsett fue la estatua ecuestre de Carlos IV ("el caballito"): "Está admirablemente bien lograda y después de la de Agrippa en Roma y la de Pedro el Grande en San Petersburgo, es la estatua ecuestre de más brío y donaire que jamás haya visto", sin embargo, agregaba su acostumbrado pero: "Hay que reconocerle [a Tolsá] mucho mérito por haber él mismo modelado, vaciado y colocado una estatua de cuarenta mil quinientas libras de peso, en un país tan desprovisto de recursos en materia mecánica".

Por su parte Ward describió con mayor entusiasmo la Alameda: "Entre las muchas y curiosas escenas que presentaba México a fines de 1823, no sé de ninguna que nos haya impresionado más que la de la Alameda. Comparada con el Prado de Madrid, ciertamente estaba privada de su adorno más brillante: las mujeres, pues pocas damas de México, o ninguna, aparecen en público a pie".

Mucha impresión causaba a los extranjeros, no solo a Ward y a Poinsett, el arraigo en la sociedad de ciertas costumbres típicamente cortesanas o bien de sumisión, que podían apreciarse en fórmulas como "a sus órdenes", "para servir a su merced", "lo que usted desee", "soy su servidor". Poinsett no creía que fuesen muestras sinceras de comedimiento y le extrañaban aún más la actitud de los caballeros de México: "no son hospitalarios, en el sentido en que nosotros entendemos la palabra. Pocas veces lo convidan a uno a comer, pero en cambio le presentan a sus familias, aseguran que le dan a uno la bienvenida en todo tiempo, de modo que convencen de su sinceridad y si los visita uno en la nochecita le obsequian chocolate, helados y dulces. Esto es una digresión; pero la molestia de tanto inclinarme y la bondad sin afectación de estas gentes, era lo que yo tenía en el pensamiento".

 

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Poinsett y Ward tuvieron su primer encuentro con la ciudad de México, en 1822 y 1823 respectivamente. Sus opiniones sobre ella, tan sólo fueron el reflejo de sus intenciones políticas.

Con el mismo desdén con el que Poinsett miró a la ciudad de México, miró a los políticos mexicanos y sin embargo, encontró muchos adeptos, entre quienes pugnaban por una república federal. Ward, por su parte, representaba a la tradición europea. Algunos intelectuales como Lucas Alamán, prefirieron tratar con los ingleses que con los norteamericanos. Voltear los ojos hacia Europa, antes que a Estados Unidos, significaba conservar, preservar y garantizar el respeto a buena parte de las instituciones coloniales y a la tradición católica.

Pero el gran ejemplo entonces, para la nación recién emancipada, era el republicanismo de los Estados Unidos. Poinsett no venía como un emisario de buena voluntad, sus instrucciones concretas apuntaban a la búsqueda de un nuevo tratado de límites con México y la compra de Texas.

Los ingleses intentaron evitar la creciente influencia de Estados Unidos en México, y para ello enviaron a Henry Ward con el objeto de acercarse al gobierno mexicano de Guadalupe Victoria, ofreciendo acuerdos comerciales más justos, aconsejando mayor cuidado en los inhóspitos territorios del norte y evitando la intromisión de Poinsett.

La falta de experiencia política de aquella generación de mexicanos, criollos en su mayoría, que gobernaba por vez primera un país libre y en cuyas manos se encontraban las riendas del poder, prestaron más atención al "canto de las sirenas" norteamericano y creyeron firmemente, que la famosa --y discrecional-- Doctrina Monroe era un ejemplo de buena voluntad y solidaridad continental ante la posibilidad de que los países de Europa intentaran la reconquista de sus colonias.

Poinsett, como embajador, tuvo una influencia nociva en el desarrollo político de México. Sus intrigas lograron desunir lo que la independencia había unido: a todos los mexicanos; exacerbó las pasiones a través de las logias masónicas, y azuzó a la población mexicana a repudiar y expulsar a los españoles. Poinsett le ganó la partida a Ward, porque en cierto modo, así lo quisieron los mexicanos.

La antigua capital de la Nueva España fue mudo testigo de estos primeros años de vida independiente de México. Más allá de las descripciones de lugares, plazas, monumentos o iglesias --que permiten ver una ciudad tan ajena a la realidad actual, una ciudad que se perdió en la vorágine del siglo XIX-- Ward escribió algunas líneas que no han perdido vigencia: "Confieso que mi deseo ha sido tratar más bien de lo bueno que de lo malo y separar las partes valiosas del carácter nacional de las heces y escoria, que debido a un largo periodo de mal gobierno, difícilmente podrían dejar de salir a la superficie".



 



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