domingo, 12 de diciembre de 2010

La era de la cibercultura


Enrique Galván-Duque Tamborrel
julio / 2005

 

 

Nos encontramos, aunque no seamos muy conscientes, ante un cambio de era, en una verdadera revolución de consecuencias insospechadas. Marcada por la telemática, la robótica y las autopistas de la comunicación, la era de la cibercultura es tan radical como lo fuera aquella del Neolítico, y las otras más recientes, la del siglo XVIII –revolución del carbón y del acero-- y la del XIX, la de la energía eléctrica. Vivimos ante un convulso cambio de esquemas, todavía no sabemos si de consecuencias favorables o perjudiciales. Cambiarán –están cambiando desde hace 25 años-- las relaciones sociales, los modelos de producción, la distribución económica, el concepto del trabajo y del ocio, las costumbres, las actitudes, los valores, las creencias... Por eso es más que una crisis: estamos ante un cambio de era.

Las modificaciones afectan a dos ámbitos fundamentales y sólidamente interrelacionados: por un lado, el proceso tecnológico; por otro, un nuevo modo de pensar y de enfrentarse a la vida que se ha dado en llamar, resumiendo en una palabra muchos conceptos, la postmodernidad.

La revolución tecnológica, al introducir nuevos elementos en el sistema comunicativo, está cambiando el número y la naturaleza de los soportes técnicos y, por consiguiente, los hábitos de consumo y el modo de vida de los ciudadanos. Los medios de información se han convertido en medios para el ocio, y la influencia de la televisión, el cine o los videojuegos es indudablemente más persistente –quizá incluso más eficaz-- que los tradicionales agentes de formación: la familia, la escuela y la Iglesia.  Por eso nos parece que el mundo –y quizá nosotros mismos-- estamos patas arriba. Aunque intuimos que mañana habrá nuevas sorpresas, no sabemos cuáles serán, y el ritmo de los cambios no sólo produce vértigo sino que nos conduce hacia un punto desconocido. Corremos muy deprisa pero no sabemos hacia dónde.


Materialismo, permisivismo y consumismo

 

Por lo que se refiere a la postmodernidad, aunque sea un concepto no sólo amplio sino muy difuso, sí sabemos cómo se caracteriza. Las sociedades occidentales pivotan en la actualidad y sin excepciones sobre tres principios: materialismo, permisivismo y consumismo.

El materialismo se manifiesta en la negación –quizá no explícita, pero sí de facto– de la espiritualidad y la trascendencia. No hay Dios, y si lo hubiera no hay modo de conocerlo. La principal consecuencia de este materialismo –envuelto, eso sí, en el atractivo celofán de la tolerancia es que, como apuntara Dovstoievski, si Dios no existe resulta que, al fin y al cabo, todo puede estar permitido. Y cuando digo todo, es todo: incluso matar a una vieja a hachazos. Crimen y castigo es muy revelador en este sentido. No hay modo de sustentar norma moral alguna si Dios no existe, porque las relaciones humanas acaban desembocando, en última instancia, simplemente en la ley del más fuerte: homo homini lupus. Los regímenes totalitarios saben mucho de este materialismo: unas veces lo proclaman sin ambages y otras se empeñan en adornarlo con agua bendita.

Por su parte, el permisivismo es la consecuencia lógica de un liberalismo exacerbado: no hay fines, sólo importan los medios. Gato negro o gato blanco ¿Qué más da? Lo importante es que cace ratones, dijo un presidente de Gobierno español. El hombre debe hacer actos libres, sólo así se realiza; cuantos más mejor, da igual que sean contradictorios entre sí. Lógico resulta entonces que la responsabilidad se acabe percibiendo como un obstáculo que entorpece las decisiones: pongamos, por tanto, fin a las trabas, guerra a los límites: prohibido prohibir.

El consumismo, en tercer lugar, es el afán del hombre postmoderno. Vivir es consumir, si se consume más se logra más felicidad. Nadie en su sano juicio sostendría esta afirmación pero es difícil en la práctica no dejarse enredar por el torbellino del consumo. En última instancia, el consumismo es la sombra del hedonismo: hay que buscar el placer como sea. Al sistema capitalista le viene de maravilla recordarnos permanentemente que el placer está en tener cosas. Otra posibilidad de consumo es la de tratar a las personas como si fueran objetos; en esos casos el precio que se paga acaba siendo una repugnante obscenidad de la que nuestras televisiones ofrecen ejemplos a diario.


Nada importa, nada dura, nada vale la pena, nada llena

 

No obstante, la experiencia personal y social demuestra testarudamente que materialismo, permisivismo y consumismo no son navíos seguros para conducir al ser humano hasta el puerto de la felicidad. La consecuencia lógica es la frustración personal, el individualismo salvaje y el nihilismo filosófico. Nada importa, nada dura, nada vale la pena, nada llena. La vida es una náusea, el infierno son los otros, como diría el pobre de Sartre.

Todo lo anterior está obviamente relacionado con la evolución geopolítica de las sociedades occidentales. El fin del bloque soviético ha tenido muchas consecuencias. Una de ellas es que Estados Unidos se ha quedado solo como único e indiscutible potencia mundial. Las doctrinas neoliberales defendidas por Margaret Thatcher y Ronald Reagan en los ochenta han acabado desembocando en un capitalismo salvaje, en un individualismo atroz y en un consumismo desproporcionado. Los sistemas capitalistas –con Estados Unidos a la cabeza-- son cada año más ricos, mientras que los pueblos del Tercer Mundo –4000 millones de personas-- no cesan de reducir su renta hasta situaciones de degradación indescriptible. El gran drama de nuestro tiempo es que ni la tecnología ni la postmodernidad, por más que se elogien, logran disminuir la injusticia social. Es más, la renta está peor repartida que hace tres décadas pues más bienes están en menos manos, más gente vive en condiciones infrahumanas.

El concepto ilustrado y liberal de progreso salta hecho añicos ante esta realidad incuestionable. La única ley económica –como la única ley social-- es la que logra imponer el más fuerte. No importa la sociedad ni el bien común: sólo tiene importancia el individuo. Los tribunales internacionales no están hechos para mí si yo soy el más fuerte. No importa la ONU. Se ha quebrado la supranacionalidad porque un Estado, uno sólo, es el grandullón del colegio y toca jugar a lo que disponga.

Dispone, por ejemplo, que el mayor problema del mundo es la falta de seguridad. Ríos de tinta corren sobre la amenaza terrorista y todo se justifica, a la postre, si se trata de lograr un mundo más seguro. No obstante, éste es un presupuesto falso: el mayor problema del mundo no es la falta de seguridad sino la falta de justicia. Pero parece obvio que no interesa recordarlo: nos obligaría a cambiar demasiado, especialmente a los que vivimos en el mundo rico.


Estrategias de sustitución para sobrevivir al nihilismo

 

En la vida cotidiana, el nihilismo tiene mala prensa. Nadie quiere reconocer que no cree en nada, que su vida no sirve para nada y que no tiene el menor viso de que sirva para algo: nadie reconoce que su existencia no tiene futuro. Es demasiado duro. Sabemos que Suecia o Japón tienen altísimos índices de suicidio pero preferimos no saber por qué. Sabemos que en el país de la libertad hay más armas que hogares, pero es mejor no preguntarse las razones. No se puede ser nihilista, es preciso aparentar que esto funciona y funciona bien. ¿Cómo lo logramos? Justamente así, mediante la apariencia, a través de estrategias de sustitución.

Veamos cuáles. Negamos la existencia de Dios pero proclamamos la tolerancia religiosa; apariencia de tolerancia. Renunciamos a la responsabilidad pero aparentamos vivir en una época de muchísima libertad; apariencia de libertad. La justicia brilla por su ausencia, así que la sustituimos por una apariencia de solidaridad, aunque no deje satisfecho a nadie ni resuelva gran cosa. La tolerancia, la libertad y la solidaridad se reducen a meras apariencias, porque en el fondo, el nihilismo, como no podía ser de otro modo, difumina la frontera entre el bien y el mal: se pierde el sentido de lo que es bueno y lo que es malo. Basta un solo ejemplo: hace unos días un diputado decía en televisión que "las prostitutas tienen un trabajo muy digno que me merece mucho respeto". Nadie le contradijo. Es evidente que las prostitutas merecen respeto, como seres humanos que son, pero la prostitución es una indignidad humana se mire por donde se mire.

Pero lamentablemente, nos vamos acostumbrando a que el bien y el mal sean una cuestión de opiniones que ha de quedar reducida al ámbito de la propia conciencia. ¿Denunciar al vecino porque oigo como pega a la mujer todas las noches? No, mejor no meterse en líos. Es cosa suya. ¿Enseñar a los niños religión en el colegio? No parece progresista; que lo hagan los padres, ellos sabrán, y que lo hagan en la intimidad, nunca en el ámbito público.

Desde esta posición, el bien y el mal no pueden existir más que en la conciencia de cada cual y cuando afectan al ámbito social, entonces son relativos, cambiantes. Las leyes hoy son unas, mañanas pueden ser otras: hoy la frontera del crimen está en las 16 semanas de embarazo; mañana puede cambiar y ser 8 semanas, o 4 horas. Todo es relativo. Antes no era delito abandonar a un perro a su suerte. Hoy sí, hoy está penado. Aunque si se pone uno a pensar no acaba de ver claro por qué entonces se pueden clavar alfileres en las mariposas con lo hermosas que son cuando revolotean. ¡Qué culpa tendrán las mariposas de no haber nacido perros! Por cierto, con la ley en la mano uno puede abandonar a su padre en una silla de ruedas en mitad de una gasolinera y no pasa nada, pero como abandone al perro... Es todo tan relativo que a veces resulta surrealista. Ayer no había bodas de homosexuales; hoy sí, porque esto de la condición sexual es algo muy de uno. ¿Y quién puede impedir que yo forme matrimonio con quien quiera con tal de que nos amemos? Es verdad... ¿Y si mi hija y yo nos amamos y decidimos casarnos? ¿No ha hecho, acaso, algo parecido Woody Allen? ¿Y si amo a tres de mis hijas y aceptan ser mis esposas? El relativismo moral conduce al relativismo legal y éste acaba siempre resbalando por un precipicio no sólo surrealista sino inacabable.

Eso sí, como al final hay que dejar claro lo que es bueno y lo que es malo, alguien con poder acaba determinando las cosas. En las sociedades democráticas se suele hacer apelando a la mayoría, a lo que se ha dado en llamar la demanda social. Y si no la hay, el marketing la crea de un plumazo. ¿Era una demanda social en España que los homosexuales pudieran adoptar niños? Es evidente que no. Tampoco en Estados Unidos ninguna demanda social pidió la invasión de Irak, hasta que a algún descerebrado se le ocurrió que venía bien quedarse con el petróleo iraquí aunque fuera mediante una guerra. Entonces a través de la opinión publicada se va moldeando a la opinión pública y el hombre toma forma de marioneta al servicio del poder.

En esa estrategia de manipulación de la opinión pública, la corriente mediática dominante anatemiza a quien no se digne adorar el dinero, el lujo, el consumo y el placer; a quien recuerda que la libertad sin responsabilidad es libertinaje; y, sobre todo, a quien con claridad sostiene que hay Dios y que tiene un designio para cada hombre. Lo que se salga de esas veredas está en el terreno de lo políticamente incorrecto. Se anatemiza ridiculizando con ironía a quien defiende esos postulados, calificándolo de dogmático, de intolerante o de arcaico. ¡Bienvenidos al laicismo!

Juan Pablo II lo definía así: "una ideología que lleva gradualmente de forma más o menos consciente a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública". Como están las cosas actualmente debemos reconocer que "el laicismo es una ideología que, como todas las ideologías, aspira a ser a ser dominante, si es posible, haciendo desaparecer a todas las demás".

 



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