martes, 14 de diciembre de 2010

Quizá no escuchamos a Dios



Enrique Galván-Duque Tamborrel
junio / 2005

 

 

A cierta edad los niños nos preguntan todo. Por qué llueve, por qué los perros olfatean la comida antes de comerla, por qué papá a veces no puede mantenerse en pie en casa, por qué la abuelita camina con un bastón, por qué me piden que coma todo lo que me sirven si los mayores comen lo que quieren... A veces nos darían ganas de taparles la boca o de mandarlos a jugar fuera de casa...

Pero, si nos miramos en el espejo, hemos de reconocer que la edad de los porqués no es sólo una etapa pasajera en la vida del hombre. También nosotros querríamos saber por qué a unos les va muy bien y a otros muy mal; por qué hemos de sufrir esta enfermedad mientras que otros parece que no saben ni lo que es un dolor de cabeza; por qué los malos vencen y los buenos tienen que sufrir una y mil injusticias en un mundo que no funciona como debería; por qué ese miedo a la muerte y ese no tener del todo claro lo que va a pasar más allá de la frontera de la vida...

Otras veces dirigimos el porqué a Dios. ¿Por qué nos hiciste libres? ¿Por qué hay niños que mueren de hambre? ¿Por qué no soy feliz? ¿Por qué callas cuando hay guerras, injusticias o crueldades sin fin? ¿Por qué soy hombre y no ángel? ¿Por qué? ¿Por qué?

Muchas veces acallamos esas preguntas. Preferimos salir a ver una película, escuchar una canción, jugar con los amigos o amigas, o darle recio a las copas para creer que somos felices por unos instantes (que luego nos traen más problemas que satisfacciones...). Pero los porqués aparecen de nuevo, como el niño que no deja de mirar a sus papás cuando la respuesta que le dan no es suficiente, o cuando quiere saber, siempre más a fondo, el porqué de un porqué...

Jesús nos dijo que si no nos hacemos como niños no entraremos en el Reino de los cielos. Hay que aprender a preguntar y hay que aprender a escuchar las respuestas. Algunos niños se contentan en seguida con una explicación (si ven buena voluntad y cariño en los padres, aunque no sean expertos de todo). También nosotros, si sabemos abrir los ojos del corazón, descubriremos que Dios contesta mucho más de lo que creemos. Nos habla con la salida del sol, con el ocaso, con las estrellas, con las flores, con el viento y la lluvia, con el cariño de unos esposos y con los besos del hijo que nos desea las buenas noches. Nos acompaña en el dolor y en el fracaso desde una cruz, con el silencio enamorado que supo saborear, hasta la última gota, la amargura del fracaso y de la traición. Y nos grita, con su fuerza de resucitado, que la muerte ha sido vencida, que existe un paraíso donde nos espera un Padre que es bueno.

Quizá no escuchamos a Dios porque, tal vez, hemos dejado de preguntar. Mientras, un niño se acerca a nosotros, y con su ingenuidad y su sonrisa, nos lanza, terrible, la pregunta que no querríamos oír: ¿por qué estás triste? Dios guiña un ojo tras las estrellas. Sabe que con El ya no hay tristeza en los corazones. Y el niño, a nuestro lado, nos mira y nos pide, con las palabras y con las obras, una respuesta que puede convertirse en compromiso e inicio de una nueva vida.

 

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