martes, 14 de diciembre de 2010

Y a todos los hombres también

 

Enrique Galván-Duque Tamborrel
junio / 2005

 

 

El amor a Jesucristo, ¿se queda en algo romántico?... ¿Sabemos traducirlo a la práctica? ¿Es siempre sincero?...  Afortunadamente para nosotros, Jesucristo mismo nos ha librado de toda ilusión. Y cuando le decimos a Él: ¡te quiero!, Él nos pregunta a su vez: ¿y quieres a los demás?...

El amor que sentimos y gastamos con los demás hombres es la demostración de que a Jesucristo lo queremos de verdad. Y, a decir verdad, hoy somos muy sensibles, gracias a Dios, a todo lo que significa amar al hermano, ayudarle, servirle, consolarle, hacer algo por él...

Por eso, si decimos: ¡Yo amo a Jesucristo!, deberíamos repetirnos a continuación: ¡Y a todos los hombres también!

No hay corazón bien nacido que no sienta amor a los demás. El que no ama es un ser raro, cerrado en sí mismo, egoísta, amargado... Esto, mirado en un plan natural: como simples seres humanos.

Pero nosotros miramos ahora la cosa desde otro punto de vista: desde Dios, desde la religión. Y vemos que no existe una religión, por rudimentaria que sea en sus enseñanzas, que no enseñe a querer a los otros.

Además, hoy estamos asistiendo en la Iglesia a un fenómeno de suma relevancia: los cristianos nos hemos vuelto muy sensibles a la realidad humana. ¡Nadie nos va a ganar en amor al hombre!

Sin embargo, el amor cristiano tiene una particularidad especial, que lo distingue de todas las demás maneras de amar.

Esa particularidad es que Jesucristo nos manda amar como Él nos ha amado, hasta dar la vida por los hermanos.

Y, además, nos enseña que cuanto hacemos por los demás se lo hacemos a Él mismo. Miremos estas dos peculiaridades del amor cristiano.

Primera, amar como amó Jesucristo. ¿Cómo nos amó? Hasta dar la vida por nosotros. Entonces, nuestro amor debe estar dispuesto a dar la vida por los demás.

Aquí, más que los discursos, valen los ejemplos que Dios suscita siempre en la Iglesia.

En nuestro tiempo tenemos el caso sin igual del Padre Kolbe, el gran mártir del campo de concentración de Auschwitz. Conocemos muy bien la historia. Porque se ha escapado un prisionero, el jefe de aquel batallón impone como castigo que diez de sus compañeros han de morir de hambre. Uno de los seleccionados se echa a llorar a gritos:

-       ¡Ay, pobre mi mujer y pobres mis hijos!...

Ante el asombro de todos, uno del batallón se adelanta hacia aquel jefe sin entrañas, que no tolera le hable ningún prisionero, y le encañona la pistola:

- ¡Atrás, cerdo polaco!... ¿Qué quieres?

-       Quisiera morir por uno de esos diez. A ser posible, por ese que tiene mujer e hijos.

Asombrado aquel criminal, pero vencido por la mirada dulce del interlocutor, pregunta seco:

-       ¿Quién eres tú?

-       Un sacerdote católico.

- Aceptado. Cámbiense.

Y San Maximiliano Kolbe moría al cabo de quince días en el terrible bunker del hambre. El amor cristiano había triunfado en su máximo esplendor...

La segunda enseñanza de Jesús sobre el amor al hermano nos dice algo muy superior a todo lo que nosotros nos podíamos imaginar, y nos asegura: que todo lo que hacemos por uno de los hombres sus hermanos, se lo hacemos al mismo Jesús.

Aquí, vale más también un ejemplo que cuantos discursos podamos nosotros pregonar.

Todos hemos visto mil veces la estampa de San Martín de Tours, la estampa de ese Santo llamado por el pueblo: San Martín Caballero. Era militar romano. Aún no se había bautizado, pero se estaba preparando para recibir el Bautismo. Se le hace encontradizo un pobre mendigo semidesnudo pidiéndole ayuda. Aquel gallardo militar agarra su espada, corta en dos trozos su amplia clámide o manto, y se lo da al mendigo. Por la noche se le aparece Jesucristo vestido con aquella clámide, mientras dice muy contento:

-       Martín, el catecúmeno, me ha vestido con este manto.

El amor al hermano no es un distintivo entre tantos de los que nos dejó Jesucristo para que el mundo nos reconozca como seguidores del Señor. No es un distintivo más: es el distintivo por antonomasia, el que no puede faltar, pues sin este sello no vale nada nuestra acta de Bautismo.

En tanto somos de Jesucristo en cuanto le amamos a Él mismo directamente en su propia Persona, y en cuanto manifestamos este amor amando al hermano en quien Jesucristo vive, por el que Jesucristo murió, al que ha hecho un miembro de su propio cuerpo y al que tiene destinado a su misma dicha eterna.

Con ejemplos como los de Kolbe o Martín ante nuestros ojos, puede la Iglesia demostrar la autenticidad de su misión. Y esos ejemplos no son casos aislados, pues abundan en la Iglesia de manera prodigiosa. Con ellos, sobran todas las razones que podamos inventar para estimular el amor. Amar al hombre, amar al hermano, es amar a Jesucristo. ¿Qué más premio podemos querer para nuestro amor?....



 

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