jueves, 9 de diciembre de 2010

México bajo el flagelo de la televisión

 

Enrique Galván-Duque Tamborrel

"Por salir en la televisión no me siento por honrado,
porque salió mi padre me siento por afrentado".

En una película de reciente estreno, hay una escena que capta un momento verídico y definitorio en la historia de la televisión. El prestigiado periodista Edward R. Murrow confronta al senador Joe McCarthy y su cruzada contra el comunismo. Le reclama sus distorsiones y sus intimidaciones, su secuestro de la democracia estadounidense y el daño que le ha hecho. Le dice "este no es el momento para aquellos que se oponen a los métodos del senador McCarthy de guardar silencio". Le dice "este no es el momento para que los ciudadanos de la República abdiquen a su responsabilidad". Y con esas palabras Murrow demuestra que la televisión puede ser el Cuarto Poder. Ese contrapeso que —en sus mejores momentos— habla con la verdad. Que está parado del lado de los mejores ángeles en vez de los peores demonios. Que asume los riesgos de hacerlo.

Esa noche contrasta con otra, menos lejana, pero también crucial. Esa noche en la cual Televisa convoca a la clase política, empresarial e intelectual del país a Celebrar México. A demostrar quién tiene poder y cómo lo usa. A evidenciar las redes que teje. A subrayar quiénes están parados en la punta de la pirámide. A tomarse la foto. Esa foto que sale en la primera plana de los principales periódicos y revela por qué es tan difícil cambiar al país.

Porque, frente a corporaciones televisivas cada vez más poderosas, hay un Estado cada vez más débil. Frente a una clase política cada vez más adicta a la popularidad, hay medios cada vez más dispuestos a venderla. Frente a un poder mediático cohesionado, hay poderes políticos fragmentados. Adictos. Temerosos. Día tras día, decisión tras decisión, los políticos de México demuestran que prefieren salir en la pantalla –y doblegarse ante sus dueños- antes que proteger el interés público. Y esa genuflexión afecta la calidad de la democracia. La debilita, la merma, la condiciona, la vuelve demasiado cara.

Porque la televisión tiene la capacidad de remodelar la agenda legislativa según convenga a su agenda, promoviendo algunas iniciativas y congelando otras. Porque la televisión actúa a su libre albedrío en múltiples ámbitos, persiguiendo sus propios intereses sin que la opinión pública conozca cuáles son. Porque la televisión vende tiempo y cobertura a los políticos a precios discrecionales, aumentando los costos de las campañas. Actúa como un poder en sí mismo. Actúa a su libre albedrío. Inicia juicios mediáticos y los lleva a cabo sin rendir cuentas por ello. Quizás no es omnipotente, pero como cualquier otro poder sin restricciones, el poder de la televisión se ha vuelto abusivo.

Antes, la voluntad de las televisoras reflejaba la del presidente; ahora esa relación se ha invertido. Antes existía una alianza simbiótica; ahora existe una jerarquía en la que el presidente pierde. Antes, las facturas salían del gobierno a los medios; ahora las facturas le llegan al gobierno. El gobierno obligado a pagar los favores que le hace la televisión. Un gobierno débil al frente de un Estado débil. Un Estado pasivo que lleva años contemplando el fortalecimiento de un poder que contribuyó a crear.

"¿Yo por qué?" es la respuesta que da Vicente Fox, cuando se le exige una resolución al enfrentamiento entre Televisión Azteca y el Canal 40 hace unos años. "¿Yo por qué?", es la respuesta lógica de un presidente que está empeñado en que se respeten los ámbitos de los tres poderes de la Unión, acabando con ello la añeja y dañina costumbre de que el presidente era omnímodo, pero las televisoras tergiversan el objetivo y lo hacen aparecer como un presidente débil.  "¿Yo por qué?", contesta cuando se le cuestiona sobre el conflicto entre Ricardo Salinas Pliego y el secretario de Hacienda sobre la Ley del Mercado de Valores o sobre la necesidad de reformar la Ley de Radio y Televisión, porque eso está en el ámbito del Poder Judicial. Y esa respuesta reiterativa revela a un Vicente Fox tozudo por que se respete la ley y el estado de derecho.  Pero la televisión se empeña en hacerlo aparecer como un líder que prometió erradicar las complicidades y ahora se beneficia de ellas; quiere hacerlo aparecer como un Presidente arrinconado por las televisoras y dispuesto a doblar las manos para complacerlas.  El gobierno mexicano ---los tres poderes--- ha ido perdiendo terreno, con el beneplácito de los priistas que se regodean de ello, frente al poder creciente de un dúopolio, al que no logra ---o no quiere, por influencia de los corruptos en él enquistados--- regular. Esa cesión de espacio entraña riesgos para una democracia que enfrenta un proceso de consolidación cuesta arriba.

No hay duda que la televisión ha evolucionado. En 1988, Cuauhtémoc Cárdenas era un hombre invisible para la pantalla; hoy, cualquier que tenga dinero puede salir en ella. En el pasado, Emilio Azcárraga Milmo hablaba de Televisa como un "soldado del PRI"; hoy, Televisa filtra las fortunas que el PRI ha producido. La televisión, ya de manera rutinaria, se refiere a encuestas que presagian el derrumbe electoral del priísmo, produce reportajes sobre la corrupción y sus protagonistas, presenta las propiedades de Arturo Montiel a todo color. La televisión ya no trata con guante blanco a los políticos. Si quiere hacerlo, los destruye.

Sin embargo, la historia de la televisión en años recientes es una historia de claroscuros, de avances, pero también de abusos. El poder de la televisión ha crecido, pero en muchos casos, no su profesionalismo; los locutores son cada vez más críticos, pero no necesariamente más independientes. O más responsables. O más vigilantes del interés público. Y hoy, más preocupante que la vieja censura del PRI es la autocensura de quienes aparecen en la pantalla. Los temas que no se tocan. Porque la televisión está atrapada en un constante estira y afloja entre los intereses político-empresariales y la responsabilidad periodística. La mordaza ya no la coloca un priísta, sino el dueño de una televisora. La decisión de cancelar una nota, vetar a un analista, ignorar a un candidato o bajarle de tono a una entrevista proviene ya no de Gobernación, sino del dueño de un canal. Los instrumentos de trabajo del periodismo —la objetividad, la independencia, la distancia crítica- aún son aspiraciones y no conductas cotidianas.

Allí está el caso memorable de TV Azteca y el asesinato de Paco Stanley. Una televisora promoviendo la visión particular de su dueño, erigiéndose en juez, imponiendo su agenda, evidenciando sus fobias, atacando al gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas con las siguientes frases incendiarias, pronunciadas por Ricardo Salinas Pliego el 7 de junio de 1999:

"…..Hoy le tocó a Paco, mañana le puede tocar a ustedes o a mí o a cualquiera. La impunidad nos aplasta, y ¿dónde está la autoridad? ¿Para qué pagamos impuestos? ¿Para qué tenemos elecciones? ¿Para qué tenemos tres poderes? ¿Para qué tanto gobierno, cuando no hay autoridad?".

Ese es un ejemplo y hay otros desde entonces. La tragicomedia montada por Televisa ---a través de Brozo--- en el caso de René Bejarano. El ataque frontal de TV Azteca al secretario de Hacienda cuando intenta sancionar a su dueño por transacciones financieras irregulares. El uso de la pantalla para el linchamiento personal.  Para el golpismo político. Para juzgar a modo.

Vicente Fox fue electo precisamente para cambiar las reglas del ese juego perverso. Lamentablemente, su gobierno solo no puede inaugurar una nueva relación con los medios. El Poder Legislativo no puede, o no quiere, sacar adelante la nueva ley que regule a la televisión. El 10 de octubre de 2002, expide un decreto que pone fin al impuesto del 12.5%, de tiempos públicos, con el objeto de quitarle a las televisoras el pretexto para su labor injerencista ---cosa que no logra precisamente porque éstas se encargan de desvirtuarlo---, así como de renegociar en nombre del interés público.

Esa historia repleta de conductas escandalosas, como la compra de tiempo por parte de políticos mexicanos para aparecer en los noticieros. Y con ello, la violación de un entendimiento tácito sobre el cual se construye el periodismo profesional: el reconocimiento del interés público.  El reconocimiento de que en una democracia, las noticias no pueden estar en venta.  El reconocimiento de un contrato social básico que los medios firman en cualquier sociedad abierta. Ese imperativo de integridad esencial, de profesionalismo fundamental, de compromiso con los valores democráticos. Ese acuerdo que permite la credibilidad y la confianza. Ese acuerdo que hoy la codicia parece traicionar.

Una codicia compartida que mantiene a México agarrado de la nuca, desembolsando millones de pesos a los partidos políticos. Salir en la televisión difunde una imagen identificable que genera popularidad. La popularidad produce taquilla a las televisoras, dinero a las celebridades y votos a los políticos. Los votos dan poder, y el poder da dinero y más acceso a la televisión. El círculo vicioso dinero-televisión-imagen-popularidad-votos-poder- dinero es una vacuidad, pero acumula capitales financieros y políticos. La democracia se reduce a un negocio cínico.

Un negocio lucrativo encabezado por televisoras que defienden el status quo; renuentes a que el gobierno se involucre en sus asuntos; apóstoles de una legislación que mantenga el régimen discrecional que tanto los ha beneficiado; pensando que el espacio radio electrónico es un patrimonio privado en vez de un bien público, cedido a través de una concesión. Comportándose como quieren sin rendir cuentas por ello. Contribuyendo a la institucionalización de una democracia de baja calidad y alto costo, a pesar de esfuerzos aplaudibles como Diálogos por México y el acuerdo concertado entre Televisa y el Instituto Federal Electoral.

La relación entre el gobierno y las televisoras, si no se maneja con ecuanimidad, puede reflejar un problema más profundo: la persistencia del capitalismo de cuates resistente a la competencia y al escrutinio, con todas las limitaciones que ello entraña para los consumidores. Con todos los negocios ocultos que permite y hace crecer. Es caer en aquello de que: "Los únicos intereses sagrados, los únicos que no se pueden tocar, son los de los medios".

Pero precisamente por ello, las reglas del juego deben cambiar. La modernización del sector televisivo debe ocurrir. El régimen de concesiones se debe transparentar. El acceso de los candidatos a las pantallas durante el periodo electoral se debe circunscribir. Los legisladores mexicanos tienen la obligación de hacerlo y la sociedad mexicana debe demandar que sea así.

Demandar que el gobierno establezca las contenciones suficientes y los contrapesos necesarios. Que garantice una regulación capaz funcionar como semáforo y no como mordaza. Que asegure las ganancias legítimas en función de concesiones transparentes. Que promueva la competencia real en un terreno nivelado de juego con múltiples canales. Que reduzca la presencia de los partidos y de los candidatos en las pantallas o se prohíba la compra directa de espacios allí. Que acorte los tiempos de las campañas y lo que cuestan. Que cree la figura del Ombudsman para proteger los derechos ciudadanos ante el poder mediático. Esa es la agenda que México debe promover. Esa es la lista de acciones que el país debe exigir.

Porque, de lo contrario, México estará presenciando el surgimiento de un nuevo "dedazo". De un poder televisivo tan fuerte como lo fue alguna vez la voluntad presidencial; quizás no como gran elector, pero sí como gran vetador. El poder para vetar a algún actor político. El poder para definir la agenda pública o remodelarla. El poder para comprar conciencias o silenciarlas. El poder para colocar micrófonos o arrebatarlos. El poder para comprar votos u abstenciones. El poder para volver cómplice a la clase intelectual, tan adicta a la televisión como los políticos que critica. Un poder irrestricto capaz de construir políticos o destruirlos, acabar con el prestigio o mancillarlo. Y de allí el factor miedo. El factor silencio. El factor complicidad. El tema tabú que nadie toca. El tema espinoso que pocos quieren encarar. Reinventando el viejo dictum del México autoritario: "El que se mueve, no sale en la pantalla".

Ante ese panorama preocupante, los ciudadanos tienen un alto grado de responsabilidad. Para presionar, para inconformarse, para exigir la verdad en vez del espectáculo montado o el juicio orquestado. Para insistir que el México que aparece en la pantallas no sea sólo el que refleja los intereses de un grupo pequeño de personas. Para exigir que los medios tienen una responsabilidad social aunque se resistan a reconocerlo. Para criticar la pasividad del Estado abstencionista. Para decir "esta democracia es mía, no de Televisa o Televisión Azteca". Para advertir, como lo hizo el periodista Edward J. Murrow hace 50 años cuando confrontó a un poder arbitrario: "Este no es el momento para que los ciudadanos de la República abdiquen a su responsabilidad".

 



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