lunes, 13 de diciembre de 2010

Juan Pablo II, un pontífice original

 

 

Enrique Galván-Duque Tamborrel
abril / 2005


 

Se ha acabado uno de los pontificados más largos, ricos y originales de la historia. Juan Pablo II ha batido récords y ha roto esquemas en prácticamente todas las tareas que emprendió. Un sinnúmero de documentos, viajes, concentraciones multitudinarias y encuentros personales con la gente más variada en los cinco continentes dan testimonio de ello.


Un Papa cercano.

 

Cuando Karol Wojtyla se convirtió en el Pastor Supremo para todos los católicos, no renunció por ello a su espontaneidad, ni a sus amigos, ni a pensar por sí mismo, ni a las vacaciones en las montañas; no disimuló su amor a la belleza, a la música o al deporte. Tampoco se veía obligado a evitar las muestras de afecto hacia niños y ancianos, sanos y enfermos, pobres y ricos, policías y delincuentes, hombres y mujeres. En una palabra, rechazó la tentación de transformarse en un dignatario solemne y seco. Dejó claro, desde el primer momento, que no quería tener alrededor suyo ningún "aire de importancia". Se mostró al mundo tal como era, con gran sencillez, e hizo palidecer, cientos de veces, no sólo a los maestros de ceremonia, sino también a su equipo de seguridad.

Cuando, después de su elección, Juan Pablo salió por primera vez a una de las ventanas del Vaticano, lloró de emoción ante una multitud fascinada; más tarde, los periodistas le llamaron con asombro "un Papa para tocar", título que ha merecido hasta el último día de su vida. El cargo más alto que una persona puede tener en este mundo, no suplantó la personalidad del sucesor de Pedro; no engendró en él ningún gesto presuntuoso, petulante o distante. Este hecho de que una persona investida de gran autoridad se muestre "normal", como uno más entre los vecinos, puede considerarse un milagro de la gracia, según opina santa Teresa de Ávila.


El secreto de Juan Pablo II.

 

¿Cuál ha sido el secreto de este Papa? ¿Por qué ha podido mover el mundo como si fuera una tabla de ajedrez? Una pequeña anécdota puede arrojar luz sobre ese interrogante. En una ocasión, no hace mucho tiempo, un periodista entrevistó a un cardenal del Vaticano: "¿Qué piensa usted de Juan Pablo II?", una pregunta un tanto general. "Es un hombre sumamente peligroso," respondió el cardenal con claridad. "¿Por qué es peligroso?", volvió a preguntar el periodista. "Confía completamente en Dios," afirmó el cardenal señalando, probablemente, una de las actitudes más características y profundas del Pontífice.

Juan Pablo II era un hombre muy de la tierra y muy de Dios. Parece que no sólo quería "seguir" a Jesucristo, sino que quería dejarle entrar –a través de la oración y los sacramentos– hondamente en su corazón; permitió a Cristo vivir en él y actuar desde su interior. Así se explica la gran atracción de este Papa, que ha sido como un imán, no sólo para millones de jóvenes que acudieron puntualmente a sus citas, sino para gente de todas las edades y condiciones: se podía experimentar la bondad de Cristo en su presencia.


Volver a las raíces evangélicas.

 

El Papa Wojtyla ha renovado las raíces evangélicas del papado. En efecto, algunas escenas evocan vivamente el paso del Hijo de Dios por los caminos de Galilea. ¡Cuánto tiempo ha dedicado Jesucristo a estar cerca de los marginados, de los enfermos, los pobres y de los llamados "pecadores públicos"! Juan Pablo II fue para muchos de ellos también un testigo de esperanza. Baste recordar que –en uno de sus viajes a Francia– invitó a los llamados "heridos por la vida" a un gran encuentro en la catedral de Tours donde les hizo palpar la misericordia de Dios, no sólo a través de sus palabras, sino sobre todo por el sincero cariño que les mostró, abrazando, escuchando y besando a cuantos estaban a su alcance; acudió un creciente cúmulo de gente que sobrepasó toda previsión –como a menudo ocurría– ya que todos querían estar a su lado.

Y es que el hombre de nuestro tiempo no se convierte cuando tan sólo lee doctos tratados sobre Dios o escucha conferencias eruditas sobre Él; quiere poner sus manos que buscan, como las manos de un ciego que quiere ver, en el corazón abierto de la Iglesia, tal como lo hizo Tomás, el apóstol incrédulo.


Signo de contradicción.

 

Como fiel discípulo de su Señor, el Papa Wojtyla no se preocupó del beneplácito de los "ricos y poderosos". Comunicó la verdad sin vacilar, a pesar de granizadas y tormentas. Fue Petrus, la roca firme, que protege y defiende a los pequeños y da seguridad a los pusilánimes, abriendo, asimismo, horizontes siempre nuevos a los espíritus aventureros. No hay, realmente, nada más revolucionario que una persona que se deja llevar por el Espíritu Santo.

Juan Pablo II no rehusó ser un escándalo para este mundo, y aceptó alegremente que los sempiternos críticos le tomasen por loco, anticuado o ultramoderno, según la perspectiva de cada uno. Aquel que se anticipa a su tiempo y sobresale entre sus coetáneos, ¿no es con frecuencia blanco del odio y la envidia de los demás? Conviene destacar que el doloroso cisma que tuvo lugar durante el último pontificado, fue provocado por los "tradicionalistas" (Lefebvre), no por los "progresistas". Pero el hecho de que tanto unos como otros le solían flagelar en los medios de comunicación, indica que Juan Pablo II mostró el camino recto a través de los montes escarpados a la derecha y a la izquierda.


Icono del dolor.

 

Sólo un hombre muy unido a Cristo puede soportar la injusticia sin llenarse de amargura. Fue el caso del Papa Wojtyla que perdonó a sus opresores; incluso visitó en la cárcel al turco que intentó matarle y le causó un daño físico grave e irreparable.

En la última década, la oposición más atroz iba cediendo, poco a poco, al respeto velado ante la mirada de un Papa cada vez más anciano, enfermo y frágil. Juan Pablo II se convirtió ante los ojos del mundo en un icono del dolor. No ocultó nunca sus limitaciones. Permitió que le filmaran en su habitación del hospital Gemelli y autorizó, en una ocasión, la publicación de una radiografía de sus huesos. ¿Cabe más sencillez, más transparencia, más rebeldía sana contra la superficialidad de nuestra "cultura de la imagen" que esclaviza y deprime a tantas personas?


Testigo de esperanza.

 

El Papa continuó siendo atrayente durante su larga vejez. Aunque estaba señalado por los sufrimientos más repugnantes, no se cuidó, no se ahorró, no se "conservó". Y tuvo hasta el final más capacidad de convocatoria que cualquier artista de cine bien maquillado. ¿Cómo se explica este fenómeno? Juan Pablo II, ciertamente, no conseguía sus "éxitos" a pesar de la cruz, sino justamente al revés: los consiguió por la gran cruz que llevaba. Parece que se apoyaba cada vez más en la fuerza del mismo Dios cuyo amor transmitió imperturbablemente a los hombres.

Este Papa nos enseñó a vivir con libertad y alegría, desde una honda aceptación de nosotros mismos. Nos mostró que ser cristianos es ser "más" hombres, y no hombres renuentes, asustados o enlutados. Y nos recordó que también nosotros estamos llamados a luchar con valor contra todo lo que empequeñece al ser humano, lo que le masifica o cosifica, lo que desprecia su dignidad o anula sus derechos. Unidos a Cristo, la victoria es segura, aunque no sea visible en este mundo. ¿Quién puede vencer a aquél, cuyo triunfo presupone el fracaso?

Juan Pablo II fue testigo de la Pasión y de la Resurrección de su Señor. Recordando su figura amable, sonriente, sentada en una silla de ruedas, vienen a la cabeza unas palabras del Nuevo Testamento que describen los amigos de Dios: "Por la fe ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca de los leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, convalecieron de sus enfermedades y fueron valientes en la guerra." Realmente, no fue el Papa Wojtyla actuando con sus fuerzas propias. Hubo en él un misterio que le sobrepasó.

 


 

 



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